No coincidían
ni de casualidad. Cada uno camina disparejo, a paso cambiado.
Las
rutinas de ambos luchaban a espacios y tiempos distintos, sus vidas parecían viajar
en trenes con retraso, pero él soñaba con su sonrisa, con esos ojos café que se
encendían con el sol, con su mirada baja, media tímida, como una flor que teme
abrirse delante de la vida. De noche, siempre le escribía una canción, que
combinaba con el sonido de su voz, como el de “Recuerdos de Alhambra” y le
comentaba que ella se merecía un novio poeta. Se aturdía pensando en ella, pero
¿cómo he de sentirse así, si los suspiros que ella regalaba no tenían inscrito
su nombre? Él solo sabía que la espera de aquel amor inexistente, se
presentaría un día y le diría que no pierda las llaves del cielo.
Llegaban
las maletas de amores condenados a convertirse en cera de vela encendida, en
puntos suspensivos, en otros nombres. Él las recogía y las llevaba a sus viajes,
eran solo gatas callejeras, promesas incumplidas, y en cada estación, después
de desnudarse, decían que era mejor marcharse. Pero besar las cadenas no hacía
que las rompiera, y todas aquellas canciones que siempre escribía para ella se disipaban
con las medias sonrisas que encontraba en las maletas y enviudaba con cada
viaje, porque ellas morían cuando el sol saludaba.
Ahora
solo le queda un alma, y una guitarra que no deja de cantar a pie de la noche.
Había futuro en las pupilas, él esperaba que ella le escribiera algún día,
sentado, escuchando cincuenta tangos y con un siete en el corazón. Vive
pensando que le faltaba una canción. Habría que ser más duro para mirar al
futuro deseado, pero al imaginar nuevamente sus pequeños labios rosados, sintió
que llegaría.
Habían
rapado ya sus sueños.